Una aventura al norte del país centroamericano para descubrir, cerca de Tikal, dos desconocidos yacimientos y el lago Petén Itzá.
“En este lago no hay cocodrilos, solo lagartos”, nos dijo un empleado de las cabañas en las que nos alojamos a orillas del lago Petén Itzá, y marcó con la palma de la mano paralela al suelo el tamaño de los lagartos: un metro como mucho. Así que, durante los dos días que estuvimos allí para visitar las ruinas de Tikal, aprovechamos para salir con un kayak y para bañarnos. Aguas claras, temperatura agradable, superficie en calma. Si la palabra paraíso no estuviese tan devaluada, podríamos aplicársela a este lugar al norte de Guatemala.
Dos días más tarde, un cartel plantado junto al embarcadero del Ecolodge El Sombrero, en la laguna Yaxhá (a 60 kilómetros), deja claras las diferencias: “No swimming, crocodiles” (Prohibido el baño, cocodrilos). Yaxhá significa agua verde, pero las aguas aquí son más bien turbias, tienen un aspecto denso, casi amenazante (¿o lo pienso así por el cartel?), aunque no hay poblaciones vecinas que puedan ensuciar el lago. De todas formas, no hemos venido a bañarnos, sino a visitar dos conjuntos de ruinas mayas no tan conocidos como Tikal, pero de las que nos han hablado muy bien en Ciudad de Guatemala. Más tranquilas, nos habían dicho, aunque en Tikal paseamos durante más de una hora sin toparnos con una sola persona.
Yaxhá
Hay que tomar primero la carretera del aeropuerto en dirección a Tikal y desviarse en Aldea Ixlú. Los últimos 10 kilómetros se hacen por una pista de tierra llena de baches. “Tienen suerte de que haya llovido poco, con las lluvias solo se puede pasar en jeep”, nos dice Carlos, un guía que nos llevará de regreso al aeropuerto el último día. “Algunas agencias ya no traen turistas a Yaxhá, por las carreteras y por la inseguridad”. El narcotráfico hacia México ha hecho aumentar la delincuencia en el departamento de Petén, por lo que es preciso tener especial cuidado, sobre todo en los desplazamientos. Mejor no viajar por libre. La zona empobrecida al norte de Guatemala registra un 20% de la población en estado de pobreza extrema y un 60% en estado de pobreza. “¿Y las iglesias no ayudan?”, le pregunto. Duda antes de responder: “Algunas sí, a otras eso no les interesa”.
Es cierto que nos sorprende encontrar tan poca gente en Yaxhá. En El Sombrero, salvo una noche en la que compartimos el lugar con un grupo de cuatro turistas, somos los únicos huéspedes. Puede que un alojamiento así no sea del gusto de todo el mundo: aislado, con electricidad solo durante cuatro horas al día, sin otras atracciones cercanas que las ruinas. Para nosotros es ideal; en el jardín te puedes encontrar con monos aulladores y monos araña, con un gato de monte —así lo llaman, pero es una especie de zorro— que recorre todos los días la propiedad, con colibrís, con decenas de aves que no sabría identificar. Los monos aulladores hacen de despertador con sus bramidos, las enormes cigarras azules y de ojos rojos ponen el bajo continuo al concierto de los pájaros.
Tampoco parecen más visitadas las ruinas de Yaxhá. Llegamos poco después de la hora de apertura, pero hasta unos minutos más tarde no llega la mujer que vende las entradas, despacio, sonriente, ¿para qué las prisas? Mucho más pequeño que Tikal (que tiene 575 kilómetros cuadrados), el recinto da una impresión ordenada, cuidada, parece más un jardín que un conjunto de ruinas en medio de la selva. La vegetación no es muy densa, por lo que se ven pocos animales. Las estructuras pertenecen a los periodos preclásico y clásico; como otras ciudades mayas de la región, Yaxhá fue abandonada hacia el año 900 por razones no del todo aclaradas: guerras internas, sequía, sobrepoblación… Debía de ser impresionante llegar a este conjunto de edificios, la mayoría de un color rojo que aún se descubre en algunas superficies, unidos por amplias calzadas, elevado sobre un conjunto de colinas desde las que se divisan la laguna y una amplia porción de selva.
Topoxté
Subimos a lo alto del templo de las Manos Rojas para hacernos una idea. Desde allí se ve también la isla de Topoxté, a la que vamos el día siguiente en barca. Un cocodrilo se asoma a vernos pasar y se sumerge despacio. En la isla, que se vuelve península cuando bajan las aguas, solo hay pájaros, cigarras y monos. Es un conjunto arquitectónico maya pequeño, que se recorre en media hora. Causa una impresión inquietante, quizá porque esta vez también estamos solos, pero es imposible no pensar en un grabado romántico: las veredas entre enormes árboles, algunos de ellos derribados, otros a medio caer pero aún aferrados a la tierra por sus grandes raíces; y entre ese bosque, algo fantasmagórico, los edificios medio derruidos que asoman de pequeños montículos. Cuando llegamos al final de las ruinas, un tucán grita alarmado y avisa de nuestra presencia, aunque su escándalo no nos ahuyenta, sino lo contrario: asistimos maravillados al espectáculo que nos ofrece ese pájaro por lo general poco dado a mostrarse. Comenzamos el regreso aún sobrecogidos, deteniéndonos de todas formas a mirar las extrañas contorsiones de las raíces y de esos troncos trepadores que se abrazan a otros troncos; nos dirigimos a la barca, pero antes de que lleguemos a la orilla estalla el escándalo provocado por dos familias de monos aulladores que, cerca de nosotros, compiten por quién brama más fuerte.
Regresamos al aeropuerto con la sensación de haber vivido algo irrepetible. De camino, pregunto a Carlos cómo es posible que haya cocodrilos en un lago y en las lagunas cercanas no. “Ah, cocodrilos hay en todos. Lo que pasa es que el lago es muy grande y casi nunca se ven”. Y nos recuerdo nadando, tan tranquilos, en las maravillosas aguas de Petén Itzá.